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Discurso y afecto, esa extraña relación


[Un texto incompleto y fragmentario -sin mayor pretensión que poner por escrito una reflexión desatada por un episodio emocionalmente difícil que me dio que pensar- que yacía desde hace un año en alguna carpeta de mi PC:]

Hasta qué punto discurso y afecto se entremezclan es quizá algo que no pueda saberse nunca con total exactitud. De hecho, la propia pregunta por la relación entre ambos parece quedar muchas veces fuera de la reflexión por la tradicional –y simbólicamente eficaz en nuestra cotidianeidad- dicotomía entre pasión y razón, sentimiento y pensamiento, y, a su vez, la dicotomía entre pensamiento y lenguaje/discurso.

Decir y sentir se conciben como actos distintos y no necesariamente vinculados. Y, sin embargo, algo hay en nuestras palabras y en nuestros afectos que apunta a una relación. Una relación difusa y difícil de aprehender, pero no menos fuerte en la práctica.

La diferencia parece evidente cuando en las más diversas situaciones no somos capaces de “expresar” o “decir” lo que sentimos: sentimos algo, pero no podemos expresarlo; no somos capaces de “ponerlo” en discurso y, sin embargo, parece imponérsenos con toda claridad que hay algo, algo que nos afecta, que despierta sentimientos en nosotros, y que es perfectamente real aunque no podamos traducirlo en palabras. Las propias metáforas que empleamos para pensar su relación (manifestar, expresar, traducir) la configuran como un camino recto, como una línea que va de esa cosa inefable que se nos mueve adentro, con una existencia que suponemos previa, a las palabras, letras, sonidos, imágenes (piénsese en el arte, que se cree basado en esta operación), a ese discurso que lo (re)presenta afuera, en un soporte externo, de una forma más o menos comprensible para el otro.

Entre lo dicho y lo sentido parece mediar una distancia insalvable; el lenguaje externo de la expresión y el lenguaje interno del sentimiento parecen inconmensurables. Incluso cuando nos parece que hemos conseguido manifestar lo que sentimos, parece quedar un espacio abierto de incertidumbre, un punto ciego, un ajuste siempre imperfecto entre ambas cosas; la satisfacción parece venir más de habernos liberado de la carga de la expresión, de poner aquello en palabras, de sacarlo afuera, que de haberlo hecho “correctamente” o de haber realizado una traducción “exacta” –si es que es posible una “corrección” o un ajuste “exacto” en la traducción del tipo que sea, cosa bien dudosa-.

Con mayor dificultad vemos la relación que se da en la dirección opuesta, no sólo cuando lo que decimos o nos dicen nos afecta (las consecuencias del discurso), sino cuando el decir se funde con el sentir de tal forma que algo nos afecta positiva o negativamente (o ambas en proporciones ambiguas, como pasa muchas veces, puesto que los afectos y sentimientos no escapan a la ambivalencia) precisamente porque lo decimos, porque lo “ponemos” en discurso, o mejor: cuando lo hacemos, en el mismo proceso.

Un ejemplo en el que muchos podremos sentirnos reconocidos es el de cuando se nos comunica un hecho que por su gravedad debiera afectarnos inmediatamente –o eso creemos- (por ejemplo, el fallecimiento de alguien cercano; aunque habría que pensar un ejemplo opuesto, basado en una emoción “positiva”), pero no lo hace, como si nos resistiéramos a “hacernos a la idea”, como si no acabáramos de creerlo. Sólo más tarde, después de hablarlo con otros, de pensarlo o hablarlo internamente con nosotros mismos, parece el cuerpo hacerse cargo de la situación –incorporarla- y mostrarse afectado. Lejos de tratarse de una resistencia mental finalmente vencida que hubiera contenido al afecto en una supuesta interioridad hasta su “liberación” final, me parece que es en parte en el proceso mismo de contarlo, de narrar la experiencia como se produce esa afección y nace el sentimiento. No se trata sólo de que “hablarlo” o “recordarlo duela” porque saque a colación algo que se supone ahí dentro y que se intenta reprimir u olvidar, sino de que hablarlo y recordarlo es ya en parte hacer, contribuir a producir ese “dolor” (y por qué no, a transformarlo -quizá sea ese el sentido de la terapia-).

Y, sin embargo, esa extraña fusión entre discurso y afecto no parece un simple dominio de la mente sobre el cuerpo, ni un simple “nombrar es hacer existir” (o hacer desaparecer), puesto que, como muchos sabemos, que nos digamos y repitamos las cosas a nosotros mismos (o que lo hagan otros) no se traduce siempre ni mecánicamente en un afecto o en una reacción corporal consecuente y buscada (por ejemplo, querer olvidar, querer dejar de amar no es algo que se haga realidad por el mero hecho de decirlo, pensarlo o repetirlo –sería demasiado fácil-). El sujeto no gobierna la relación; más bien parece atravesado y constituido por ella –y no sólo por uno de sus elementos-. Quizá por ello a veces las situaciones nos parezcan “más fuertes que nosotros” mismos.

Madrid, 17 de marzo de 2011

Comentarios

  1. Como apunta este interesante (y sentido) texto, tratar de distinguir entre emoción y lenguaje (sentimiento y habla, afecto y discurso) como dos realidades que pueden coexistir sin tocarse (solo si acaso en algunos momentos puntuales) responde a un antigua manía del ser humano de huir de su propia experiencia vital, ya sea por desidia, interés o miedo. Está manía se asentó con especial obcecación en lo que se ha llamado el "proyecto masculinista cartesiano", base de nuestra cultura occidental moderna y reconocible hoy en las artificiales separaciones entre cuerpo y mente, cultura y biología o público y privado; sofisticados trabajos de jardinería que han servido a los intereses de algun"os"; los que han asumido precisamente la meritoria tarea de un decir libre de emocionalidad, un decir razonable y objetivo.

    Nuestra propia experiencia en el día a día tropieza con estas preconcepciones artificiales y, como si hubiéramos tratado de modelar un jardín versallesco en el corazón del Amazonas, nos encontramos envueltos por un orden enrevesado, a veces describiendo tenues fragmentos reconocibles y otras explotando en un sinsentido de excrecencias y desajustes. La figura de un hombre tratando de poner orden en la selva nos indica que no hay nada más emocionalmente cargado que la búsqueda de un hacer (o un decir) no emocional.

    Por ello, creo que cuando experimentamos y expresamos un estado emocional (tristeza, por ejemplo) no estamos reaccionando siguiendo unos patrones mecánicos. Aprendemos a sentir y a expresar la tristeza, como el desarrollo de una habilidad innata que no puede ser pensada sin dicho aprendizaje o desarrollo. Tenemos lenguajes y rituales para la tristeza, un repertorio de miradas y de gestos corporales, todo un juego de conjugaciones del silencio. La "Lamentación sobre Cristo muerto", de Giotto, es un tratado sobre estos lenguajes corporales de la tristeza.
    De esta manera, el uso del lenguaje -el habla- se da siempre sobre el fondo de estos modos emocionales de vivir el mundo y, así, el insidioso flujo de experiencias deposita su sedimento en el decir. Las palabras -enmarcadas en las situaciones concretas en las que las enunciamos, en conversaciones con personas reales- se cargan de connotaciones, recuerdos y afectos. No puede darse un decir (ni un pensar) sin un mundo social (de objetos), y ese mundo es necesariamente vivido y experimentado emocionalmente.

    Sin embargo, como se dice más arriba, a veces experimentamos una ruptura y una extrañeza entre lo que expresamos (verbal o no verbalmente) y lo que estamos sintiendo. Como si parte de nosotros o nosotras mismas se hubiera quedado por el camino. Siguiendo la metáfora usada por Wittgenstein, cuando queremos hablar de ciertas cosas (las más importantes) sentimos darnos golpes contra las rejas del lenguaje, una jaula en la que nos descubrimos viviendo. Y esas experiencias frustradas del decir nos dejan una serie de marcas que muestran (sin decir) ese yo inexpresable.

    Solo si dejamos atrás el sueño (o la pesadilla) de una comunicación auténtica y transparente que exprese con exactitud lo que "tenemos dentro", podremos darnos cuenta que el decir no es auténtico ni inauténtico, sino que opera inseparable de eso que somos y sentimos (aunque pretendamos o creamos lo contrario) como un complejo juego de relevos. De esta manera, el habla asienta y da forma a nuestro flujo de sentimientos, y nuestros sentimientos condicionan lo que (no) decimos y la manera en la que (no) lo decimos (pues también define cómo se estructura lo que pensamos). En cierto modo, el decir produce aquello que sentimos y aquello que somos. Es desde este punto de vista como cobran sentido las palabras del amigo que te conoce y te dice: aunque no lo expresaras sabía como te sentías.

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  2. Mil gracias por tu comentario, que se merecería ser una entrada (o un seminario entero) por sí mismo. ;)

    Un abrazo

    P.D.: Una maravilla el cuadro de Giotto, no lo conocía.

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