"Madrid viejo, mi Madrid de niño, es una oleada de nubes o de ondas. No sé. Pero, sobre todos los blancos y azules, sobre todos los cantos, sobre todos los sones, sobre todas las ondas, hay un leit motiv:
AVAPIÉS
Madrid terminaba allí entonces. Era el fin de Madrid y el fin del mundo. Con ese espíritu crítico del pueblo que encuentra la justa palabra, que ya hace dos mil años se llamaba la voz de Dios –Vox populi, vox Dei-, el pueblo había bautizado los confines del barrio. Había las “Américas” y había además el “Mundo Nuevo”. Y efectivamente, aquél era otro mundo. Hasta allí navegaba la civilización, llegaba la ciudad. Y allí se acababa.
Allí empezaba el mundo del as cosas y de los seres absurdos. La ciudad tiraba sus cenizas y su espuma allí. La nación también. Era un reflujo de la cocción de Madrid del centro a la periferia y un reflujo de la cocción de España, de la periferia al centro. Las dos olas se encontraban y formaban un anillo que abrazaba la ciudad. En aquella barrera viva sólo se encontraban los iniciados, la Guardia Civil y nosotros, los chicos. Barrancos y laderas de espigas eternamente amarillas, siempre secas y siempre ásperas. Humos de fábrica y regueros de establos malolientes. Pegujales de tierra aterronada, negra y podrida, arroyos sucios y grietas resecas, árboles epilépticos y espinos y cardos hostiles, perros flacos de costillas en punta, palos de telégrafo polvorientos, con las tazas de cristal rotas, cabras comedoras de papel viejo, botes de conserva vacíos y roñosos, chozas hundidas de rodillas en la tierra. Gitanos con las patillas en hacha, gitanas de faldas de colorines manchadas de mugre, mendigos de barba y de piojos espesos, chiquillos todo trasero y todo tripa con los cagajones chorreando en los muslos y el botón del ombligo saliente en la bomba morena de la panza. Se llamaba el Barrio de las Injurias.
Era el punto más bajo de la escala social que empezaba en la Plaza de Oriente, en el Palacio con sus puertas abiertas a los cascos de plumas y a los cascotes embrillantados, y terminaba en Avapiés, que escupía el detritus final del otro mundo, a las Américas, al Mundo Nuevo.
Avapiés era, por tanto, el fiel de la balanza, el punto crucial entre el ser y el no ser. Al Avapiés se llegaba de arriba o de abajo. El que llegaba de arriba había bajado el último escalón que le quedaba antes de hundirse del todo. El que llegaba de abajo había subido el primer escalón para llegar a todo. Millonarios han pasado por el Avapiés antes de cruzar la Ronda y convertirse en mendigos borrachos. Traperos, cogedores de colillas y de papeles sucios de gargajos y de pisotones, subieron el escalón del Avapiés y llegaron a millonarios. Así que en Avapiés se encuentran todos los orgullos: el haber sido todo y no querer ser nada, el de no haber sido nada y querer ser todo.
En este choque de fuerzas tremendas y absurdamente crueles la vida no sería posible. Pero las dos olas no llegan nunca a estrellarse. Entre ellas se interpone una playa compacta y serena que absorbe los dos choques y los convierte en corrientes que fluyen y refluyen. El Avapiés entero es un bloque de trabajo.
En sus casas construidas como galerías de cárcel, con sus pasillos abiertos al aire y su retrete común, una puerta y una ventana por celda, viven el albañil, el herrero, el carpintero el vendedor de periódicos, el ciego de la esquina, el arruinado, el trapero y el poeta. Y en el patio empedrado de cantos redondos, con una fuente goteante en medio, se cruzan todas las lenguas del mismo idioma: la atildada del señor, la desgarrada del chulo, el argot del ladrón y el mendigo, la rebuscada del escritor en cierne. Se oyen las blasfemias más horribles y las frases más delicadas.
Todos los días, durante muchos años de mi vida de niño, he bajado desde las puertas del Palacio Real a las puertas del Mundo Nuevo y he subido a la inversa. A veces he entrado en el Palacio y he visto en las galerías de mármol flanqueadas de los alabarderos el desfile de los reyes y príncipes y grandes de España. Y a veces he entrado en los confines del mundo de nadie, más allá del Mundo Nuevo, y he visto a los gitanos en cueros al sol matando sus piojos arrancados, uno a uno, de sus pelos por los dedos negros de la madre o de la hermana; a los trapero separando del montón de basura el montón de comida para ellos y para sus bestias y los restos vendibles que proporcionaban unos céntimos de ganancia.
Y me he batido a pedradas con las crías de gitanos y traperos o he jugado ceremonioso al marro y a las cuatro esquinas con los niños de blusas bordadas, pelos rizados y cuellos blancos con chalina de seda.
Si resuena el Avapiés en mí, como fondo sobre todas las resonancias de mi vida, es por dos razones.
Allí aprendí todo lo que sé, lo bueno y lo malo. A rezar a Dios y a maldecirle. A odiar y a querer. A ver la vida cruda y desnuda, tal como es. Y a sentir el ansia infinita de subir y ayudar a subir a todos el escalón de más arriba. Ésta es una razón.
La otra razón es que allí vivió mi madre. Pero esta razón es mía."
Arturo Barea, La forja de un rebelde. 1. La forja, Barcelona, Ed. Debolsillo, 2012 [1941], pp. 137-139.
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